Has estado conmigo desde poco antes de venirme a vivir a Madrid.
Desde aquel verano tan asqueroso y sin sol.
Por primera vez, tuve Internet en el móvil. Todo gracias a ti.
Y eso que me costó acostumbrarme a tu tamaño.
Pero me ofrecías capacidad para mucha música y una pantalla con una resolución muy buena (por aquel entonces).
Resumiendo, cubriste el campo tecnológico y unas necesidades que, como bien me enseñan en mi carrera, realmente no tenía y sin las que ahora no puedo vivir.
Te has caído, muchas veces.
Te han utilizado para consultar redes sociales y correos electrónicos.
Te has rayado, literalmente; te he rayado.
Has vivido conversaciones inimaginables, largas, patéticas, geniales.
A veces te odio, otras no puedo vivir sin ti.
En este punto, podría compararte con los hombres pero es probable que me hayas dado más que algunos; por lo menos tú no protestas y te hago vibrar de vez en cuando.
Eres un maldito teléfono móvil. No tienes vida pero formas parte de la mía, y puedo decir que has estado en una de las épocas más extrañas aunque jodidamente inigualables que recuerde.
Tú te vas al cajón, yo sigo recolectando historias.